En Demasiada luz para hacer poesía de Paula Cucurella la escritura es a veces una lupa, una brújula o una vara de pescar, otras veces es una casa o un chaleco salvavidas. El yo poético rescata imágenes que por momentos son un rostro que se asoma entre líneas, un breve gesto de ternura, frases sueltas de conversaciones que se re-ensayan sobre la página y cuerpos que transitan a ambos lados de la frontera. Eso sí, las fronteras son múltiples, pues no solo remiten a un surco frágil entre dos países, también está la frontera del desarraigo, del lenguaje, del poema mismo y sus límites. El hambre y la putrefacción son evidencia de que el tiempo pasa, de que ese tiempo se inscribe en la materialidad y de que detrás de la escritura incesante hay un cuerpo que se refugia y se inventa una y otra vez en la palabra: “en ese exilio impalpable / sentí envidia de una vida y escribí” (33), “eso fue escribir / inventarle un nombre a lo que no existía” (32). Aunque los poemas parecen sugerir que todo es aproximación, que el destino final no existe, o al menos es irrelevante, el yo poético procura descubrir y ordenar una multiplicidad de paisajes y experiencias a través de la mirada y la escritura. Ese orden no es evidente, pues los poemas varían en forma y contenido, pero lo que sí parece recorrer el texto es el gesto de sublimar las pérdidas en el poema—aunque luego a estas pérdidas las sustituyan otras. En Demasiada luz para hacer poesía, la mirada es un faro que ilumina y poetiza instantes cotidianos, tránsitos, migraciones y afectos.
